Les paso una nota que leí hace un rato en Crítica la cual me atrajo por el título.
Cuando la iba pensando me hizo acordar mucho a la función que, creo, tenemos como comunicadores y que Santoro nos recuerda: encontrar la cola de la rata. Ver en un problema olvidado, poco tratado, una clave fundamental para el bienestar de la sociedad. Fue por eso que la quise compartir con ustedes para sumar a este proyecto de pensarnos que estamos encarando juntos martes a martes.
Sé que la nota es un poco, bastante, funcionalista. Pero ustedes saquen sus propias conclusiones.
¿No lo leíste?
Martín Caparrós 16.09.2008 No entendimos nada. O yo no entendí nada. O vaya a saber –últimamente me gusta mucho decir vaya a saber: parece que estuviera diciendo no se sabe, pero en realidad (me) estoy diciendo vaya a saber, Caparrós, trabaje un poco–. Porque algo pasa: el domingo a la noche el mundo tal como lo conocemos se caía a pedazos y todos los diarios argentinos –incluido, debo decirlo, el nuestro– decidieron dedicarse a otras cosas. El grado de distancia era variado: Crítica de la Argentina hacía su tapa con
Bolivia y su crisis, Clarín con
Antonini y un accidente de auto, La Nación con la misma valija y
Bolivia, Página/12 con una historia de represores que cobran pensiones del Estado. Y no era por cuestión de tiempo: El País, Le Monde,
The Times,
The New York Times, que habían salido varias horas antes, dedicaban sus portadas a los esfuerzos de los banqueros y el gobierno americanos para salvar a
Merril Lynch y
Lehman Brothers, tercero y cuarto bancos de inversión del mundo, y a la catástrofe financiera que sus caídas podían provocar.
El domingo a la noche, cuando los diarios porteños cerraron sus ediciones, ya circulaba la noticia de que el rescate de
Lehman no había funcionado. Y nadie le dio bola. Había sido uno de los días más dramáticos de la historia del poder financiero mundial, quizá la crisis más seria del sistema capitalista desde 1929. Dentro de dos años va a haber películas contando estilo 24 esa jornada de negociaciones febriles para salvar al sistema, se van a escribir docenas de libros, miles de millones de personas van a vivir un poco peor, unos miles un poco mejor: ¿el trabajo del periodismo no era empezar a escribir el borrador de la historia mientras está sucediendo? Anteayer, para nuestros medios de ayer, la gran crisis no valía una valija o una pensión mal pagada.
No termino de entenderlo. Hace años que me sorprende nuestra capacidad para no entender que formamos parte de un mundo
hiperintegrado –y nuestra capacidad para desentendernos de él–. Los lectores/oyentes/
televidentes argentinos se interesan cada vez menos por las noticias mundiales, y los medios las ofrecen cada vez menos –o quizá viceversa–. En cualquier caso, huevo o
gashina, el resultado es que lo que sucede “afuera” nos resbala. Estamos cada vez más limitados, más provincianos, más cortitos. (Incluso cuando nos dio aquella urticaria post-2001 por redescubrir la historia, lo que circuló fue sólo la historia argentina, como si siempre hubiéramos vivido en ese termo. Y quizá por eso votamos a señores como los K., que contaron, ya presidentes, que, con toda la plata necesaria, no habían salido del país hasta los 50 años.) Nunca hemos estado tan “integrados”; nunca hemos sabido tan poco sobre el mundo.
Supongo que una de las razones principales de este desdén por la realidad mundial es el fracaso de los medios en mostrar a sus seguidores cómo las noticias influyen en sus vidas. Las noticias siempre parecen cosas que les suceden a otros, y el vínculo con nuestras vidas no aparece. Sucede cuando se habla de la sequía en
Santa Fe; mucho más, si se trata de la quiebra de un banco en Nueva
York. Ésa es nuestra parte de responsabilidad. El resto es un discurso más general –al que a veces contribuimos– que pretende que no vale la pena enterarse de las cosas: que mejor mirar las potras de
Tinelli, si total.
No solía ser así: recuerdo épocas en que nos sentíamos más parte del mundo. Mi amiga la psicóloga diría que era cuando no nos daba vergüenza el lugar que teníamos en ese mundo; yo le diría que no diga pavadas, pero me sonreiría. En todo caso, si supiéramos qué hacemos en el mundo, qué lugar podemos y queremos tener en él, podríamos conseguir que nos interesara más pero, claro: si no nos interesa, si no queremos saber lo que pasa, no podemos pensar nuestro lugar en él. Como no podemos pensar casi nada últimamente, con perdón. Y así nos sigue yendo.